Chapter 2: 2) De la nobleza a la pobreza
Bosque y un largo camino: eso fue todo lo que Miquella conoció durante horas. Caminó y caminó sin rumbo, esperando encontrar su destino en alguna parte. Sus pies descalzos estaban cubiertos de sangre por la cantidad de veces que tropezó con raíces y piedras. Su túnica, antes blanca e inmaculada, ahora estaba sucia y desgarrada, prueba de las incontables veces que había caído al suelo. La debilidad persistía en su cuerpo como una sombra inquebrantable, junto con las náuseas y aquella insoportable sensación de vulnerabilidad, que se hacía más evidente con cada nueva herida.
Era un sentimiento irreal, pero innegable. Miquella se sentía completamente distinto a lo que alguna vez fue. Ya no tenía la magnificencia de un Empíreo, ni siquiera la fortaleza de un simple mortal. En ese momento, su estado era peor que eso.
El camino era arduo, demasiado para su frágil cuerpo. Cada paso pesaba, cada movimiento era un esfuerzo titánico. Como Miquella, jamás había sentido hambre, sed o frío de una manera tan cruda, tan inexorable. Si no fuera porque también había sido más que Miquella, esta situación habría sido aún más aterradora.
Estaba cansado. Estaba perdido. Aunque había recorrido una gran distancia viajando a lo largo de su vida, este mundo le era completamente desconocido. No tenía forma de orientarse. Su poder y su conocimiento, antes inquebrantables, ahora eran inútiles. No estaba en la Tierra, ni en las Tierras Intermedias.
No recordaba bien cómo había llegado, pero la sensación del lugar lo decía todo. No percibía ni el más mínimo rastro de su antiguo mundo: ni el Erdtree, ni el Haligtree, ni nada familiar. Incluso el sol en el cielo, moviéndose lentamente con el paso del tiempo, no era como el de su hogar. Se parecía más a sus recuerdos de la Tierra, pero tampoco era igual. Este lugar… este mundo… tenía una esencia diferente, pero al mismo tiempo, extrañamente familiar. Y algo más.
Estaba maldito.
Lo sentía en la tierra, en el agua, en el aire mismo. La corrupción impregnaba cada rincón de aquella tierra, igual que en su antiguo hogar.
Vagó durante un tiempo indefinido, avanzando con pasos torpes y lentos. No tenía adónde ir. No sabía dónde estaba ni por qué había llegado allí. Lo único que podía hacer era seguir adelante, rezando porque sus pies no lo llevaran en círculos, esperando que, en algún punto, encontrara algo… o alguien.
"Estoy… tan solo… por favor... alguien..." susurró sin darse cuenta.
Su mente era la de un adulto, pero su cuerpo frágil, su vulnerabilidad, hacían que la desesperación lo envolviera como si realmente fuera solo un niño perdido. Quizás lo era.
Entonces, algo cambió.
Sintió un vacío repentino dentro de sí, como si algo estuviera succionando lo poco que le quedaba de fuerzas. La debilidad, antes apenas soportable, lo consumió por completo. Ni siquiera tuvo la energía suficiente para evitar su caída. Sus rodillas tocaron la tierra. Sus párpados, demasiado pesados, comenzaron a cerrarse.
Antes de perder el conocimiento, sintió algo más. Un frío etéreo, un escalofrío que no provenía del viento ni de la noche, sino del anillo que llevaba en su dedo.
Y luego, oscuridad.
...
No sabía cuánto tiempo había pasado. Cuando abrió los ojos, su cuerpo seguía sumido en el mismo estado deplorable. Hambre. Sed. Sueño. A pesar de haber estado inconsciente por un tiempo desconocido, su fatiga no había menguado.
La noche se acercaba. El cielo se oscurecía y el frío, antes solo una molestia, se tornaba ahora un peligro real para su cuerpo desprotegido.
no tenia fuersas y el solo intentar levantarse le dio ganas de vomitar, pero con la poca voluntad que tenia, se paro tambalenate e intento retomar su camino. paso a paso, inclsuo si caer de rodillas fuera la nueva norma, no se detuvo. la sensaicon de malestar general parecia menguar, epro sabia que no estaba bien. su cuerpo debil, no tenia ninguna proteccion contra el clima o cualqueir cosa que pudeira enfcontrar aqui. la desvaldia miquella sentia que su muerte destinada estaba cerca con cada paso que daba. ya no estaba en casa, su mundo, no sabia si morir ahora, seria su verdadero fin, si su alma se salvaria del destino de la nada.
Intentó moverse, pero la simple acción de incorporarse le revolvió el estómago, amenazando con hacerle vomitar. No tenía fuerzas, pero con la poca voluntad que le quedaba, se obligó a ponerse de pie. Se tambaleó, casi cayendo de nuevo, pero no se detuvo. Paso a paso, incluso si terminar de rodillas se volvía una norma.
El malestar general parecía menguar levemente con el movimiento, pero sabía que no estaba bien. Su cuerpo era débil, frágil, incapaz de resistir el clima o cualquier peligro que pudiera acechar en ese mundo extraño. Miquella sentía que su muerte estaba cerca con cada paso que daba. Ya no estaba en casa. Ya no estaba en su mundo. Y si moría ahora como un mortal… ¿sería este su verdadero fin? ¿Se perdería su alma en el vacío?
El sueño lo golpeó de nuevo, un peso abrumador que lo incitaba a rendirse, a dejarse caer y ceder ante su destino fatal... Pero entonces la vio.
Una luz, distante pero inconfundible. Destacaba con fuerza contra la negrura de la noche, brillando como un faro. Miquella parpadeó, aferrándose a su última pizca de voluntad, y avanzó.
Cada paso lo acercaba más, y la silueta de la estructura que emanaba la luz se hizo evidente. Era un edificio de madera, grande y alto, más largo que ancho. Pequeñas escaleras llevaban hasta una puerta en el centro, y a sus lados, varias ventanas cuadradas dejaban escapar el resplandor de su interior. O al menos, así era antes. Ahora, la luz dentro era cada vez más tenue, y las antorchas en el exterior parecían haber sido apagadas recientemente.
Se acercó con lo poco que le quedaba de energía, observando cómo el lugar caía en un inquietante silencio. Si aún había gente dentro, ya no se percibía actividad.
Miquella dudó. No sabía si llamar la atención en un mundo desconocido era lo más sensato. No tenía idea de los peligros que podrían acecharle. Pero en su estado actual, el peligro de los nativos no era muy distinto al de la naturaleza, el hambre o el frío.
Frente a la imponente puerta de madera, alzó su mano temblorosa y golpeó con la poca fuerza que le quedaba. Solo podía esperar que su llegada marcara el inicio de su recuperación y no otro paso hacia un final aún más cruel.
El silencio se prolongó. No obtuvo respuesta inmediata. Sus párpados se volvían más pesados y la idea de rendirse empezó a invadir su mente.
Pero entonces, un ruido... Pasos. Fuertes, pesados, resonando sobre madera crujiente. Una voz habló desde el otro lado de la puerta. Palabras desconocidas, sin sentido para él. No supo qué responder. No tuvo tiempo.
La persona al otro lado pareció impacientarse y, de un golpe, abrió la puerta de par en par. Miquella apenas pudo reaccionar. La fuerza de la apertura lo golpeó y su frágil cuerpo cayó hacia atrás con un impacto seco contra el suelo.
Desde la puerta, emergió un hombre grande, de figura gruesa y cubierta de vello. Su expresión era tosca, agresiva, y en su mano sostenía una daga que brilló fugazmente bajo la escasa luz.
Su mirada recorrió la oscuridad, buscando algo. Y luego descendió, deteniéndose en la diminuta y debilitada figura de Miquella, quien apenas lograba incorporarse del suelo. El niño, tembloroso y exhausto, alzó la vista hacia él. Y el hombre lo observó en silencio.
El corpulento y amenazante hombre gritó algunas palabras en su idioma, pero Miquella no entendió ni una sola. Su cuerpo dolía, sus fuerzas eran escasas, pero aun así, con gran esfuerzo, logró levantarse lentamente. Demasiado lentamente.
El hombre frunció el ceño con una clara expresión de desagrado e impaciencia. Volvió a hablar, su tono áspero y exigente, pero Miquella apenas podía mantener la mirada fija en su rostro. Quería intentar comunicarse, pero su mente nublada no podía concentrarse por mucho tiempo.
En ese momento, una llovizna ligera comenzó a caer. Pequeñas gotas resbalaron por su piel pálida, obligándolo a alzar la vista hacia el cielo oscuro y cubierto de nubes. Con cada gota que descendía, su rostro maltratado y hermoso quedaba aún más expuesto, formando una imagen trágica, casi etérea. Como un ángel caído, perdido en la desgracia.
La lluvia se intensificó. El hombre, aún observándolo, murmuró algo en su lengua con evidente fastidio. Miquella creyó reconocer insultos en su tono. Luego, con un bufido, escupió a un lado, se giró y regresó al interior de la gran edificación.
Pero no cerró la puerta.
Miquella, aturdido, solo pudo mirar la entrada abierta con confusión. La lluvia empapaba su cuerpo ya helado, pero un fuerte grito desde el interior llamó su atención. No entendía las palabras, pero por el tono y la puerta entreabierta, pudo deducir que lo estaban invitando a entrar.
O al menos, quería creerlo. No tenía otra opción.
Con pasos tambaleantes, cruzó el umbral y, con esfuerzo, empujó la pesada puerta para cerrarla con sus débiles brazos.
Dentro, el hombre ya se movía por la estancia, encendiendo una vela. La tenue luz parpadeante reveló lo que Miquella no había podido notar antes: no era una casa. O no solo eso.
El gran salón estaba repleto de mesas descuidadas, y en la pared opuesta a la puerta por donde había entrado, una larga barra de madera indicaba que aquel lugar era una taberna o algún tipo de posada.
Se quedó quieto, observando en silencio. La chimenea apagada. Los cráneos de animales colgados en las paredes. El polvo acumulado sobre las mesas.
Solo salió de su trance cuando la imponente figura del hombre pasó junto a él y se dirigió a una de las mesas más cercanas. Un golpe seco contra la madera llamó su atención.
El hombre había dejado algo sobre la mesa y, sin decir más, lo señaló mientras volvía a hablar en ese idioma extraño.
Miquella no entendía sus palabras, pero su cuerpo respondió antes que su mente. Avanzó hasta la mesa y, sin más fuerzas para continuar de pie, se dejó caer sobre el banco.
Parpadeó varias veces. Su visión era borrosa, pero logró distinguir los objetos ante él: un vaso de madera con agua, un trozo de pan endurecido y un cuenco con un líquido tan claro que casi parecía el mismo agua del vaso.
No sabía si aquella comida era para él. Pero el hambre era demasiado. Sin dudarlo más, sus manos temblorosas se alzaron y comenzó a comer. Las lágrimas rodaron por su rostro sin que pudiera detenerlas.
El hambre. Algo que nunca pensó sufrir, ahora lo dominaba por completo, obligándolo a aceptar la limosna de un desconocido.
El pan era duro y tenía un sabor terroso. Cada bocado le dolía en los dientes, como si estuviera masticando arena. El cuenco contenía los restos de lo que alguna vez pudo ser una sopa, apenas lo suficientemente espesa como para llamarse algo más que agua. Pero servía. Al menos para ablandar el pan viejo que se esforzaba por tragar. El agua en el vaso tenía un regusto extraño, apenas bebible.
Y, aun así, Miquella se sintió feliz de poder llevarse algo a la boca.
Comió con desesperación, casi atragantándose, sin dejar nada. Terminó el pan y luego inclinó el cuenco, bebiendo hasta la última gota del caldo aguado, llenando su pequeño estómago tanto como pudo.
Cuando terminó, no supo cómo sentirse.
De príncipe a rebelde. De rebelde a algo peor que un mendigo, desesperado por un pedazo de pan duro.
Para otros, esto habría sido un golpe devastador al orgullo. Pero el orgullo era algo que Miquella ya no poseía.
No era solo él. Había sido otro también, un hombre que en otra vida luchó por sobrevivir en un mundo moderno. Ambos recuerdos se entremezclaban en su mente, ayudándolo a sobrellevar la humillación. Sabía exactamente en qué situación se encontraba.
El hombre gordo, sentado no muy lejos, bebía de una gran taza de madera. Cuando vio que el niño rubio había terminado de comer, se puso de pie y señaló una puerta en la pared antes de empezar a caminar hacia ella.
Miquella lo siguió.
Tras la puerta, se encontró con lo que parecía ser un almacén descuidado. Cajas apiladas, sacos de grano y otros objetos amontonados en la penumbra. El hombre señaló el lugar sin decir nada más y luego se alejó, apagando la lámpara antes de salir.
Todo quedó en completa oscuridad.
Miquella no necesitaba entender su idioma para comprender el mensaje.
Se dejó caer lentamente al suelo y se hizo un ovillo, abrazándose a sí mismo en un intento de conservar algo de calor en esa fría y lluviosa noche. Buscó refugio entre los sacos de grano, esperando que le proporcionaran algo de calor. Pero no lo encontraba.
Tendría que soportarlo.
...
El cansancio terminó por vencerlo y cayó en un sueño profundo.
Y en sus sueños, revivió el momento en que comenzó a despojarse de partes de sí mismo en su búsqueda de la divinidad. Un plan que, ahora que su mente no era solo la de Miquella, comprendía que estaba condenado al fracaso desde el inicio.
Pero el sueño no duró mucho.
Un leve golpe en su pierna lo despertó.
Parpadeó y alzó la mirada. Frente a él, el hombre gordo y peludo lo observaba. Dijo algo con la misma palabra que Miquella había escuchado el día anterior.
Se levantó del suelo y lo siguió. No sabía qué le estaba ordenando, pero era lo único que podía hacer.
Ahora, Miquella se encontraba en la parte trasera de la taberna, lavando platos y tazas de madera en un viejo barril de agua. Entre ellos, reconoció aquellos que él mismo había usado la noche anterior. El trapo con el que limpiaba apenas conservaba algún rastro de su color original. Lavó y lavó hasta que sus manos, entumecidas y doloridas, no pudieron seguir.
A pesar de la escasa comida y el sueño inquieto, su estado no había mejorado en absoluto.
Al regresar al interior de la taberna, encontró al hombre gordo detrás de la barra. Para su sorpresa, había más personas dentro. Ahora comprendía lo que era aquel lugar: un paraje de viajeros, una taberna descuidada en medio del camino.
No tuvo tiempo de contemplar a los sucios y extraños clientes. El hombre gruñó unas palabras en su idioma y le entregó una bandeja con vasos y tazas, señalando algunas mesas. Luego, le pasó un trapo, indicándole que limpiara las mesas vacías.
Y así, el que una vez fue príncipe Miquella, se convirtió en camarero, sirviendo a los clientes y limpiando mesas.
...
En otro lugar, en medio de un campo desolado, una figura humanoide apareció de la nada, a un metro del suelo.
Cayó pesadamente sobre la hierba húmeda, su cuerpo tambaleándose con la brusquedad del aterrizaje.
Respiraba con dificultad. Apoyó sus manos cubiertas por guanteletes de metal en la tierra y trató de incorporarse.
Se sentía débil. Mareada.
Pero no podía detenerse.
"Mi… señor… me… necesita…"
Gruñó entre dientes mientras extendía una mano temblorosa hacia su espada, que había caído no muy lejos de ella.
Forzó sus músculos agotados a moverse.
Se puso de pie.
Y comenzó a caminar.
A donde su corazón le decía que debía ir.
A cumplir con su deber.
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¡Hey, amigos! Quería consultarles algo porque tengo dudas sobre el mundo. Hay bastantes diferencias entre los libros y las películas, y me gustaría saber qué prefieren.
Por un lado, hay cosas en las películas que son geniales, pero también hay elementos en los libros que resultan muy llamativos. Mi idea ya es hacer algunos cambios y mezclar elementos de ambos, pero quiero saber: ¿esperan que se parezca más a las películas o a los libros?
Posdata: Alguien me pidió un arma específica para darle a Miquela, pero no recuerdo cuál era y no puedo encontrar el comentario. Si pudieran repetírmela, se lo agradecería mucho, ya que quería darle una, pero no sabía cuál elegir.
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