Gabriel Folstag detective de la unidad de victimas especiales

Chapter 2: Capítulo Dos: Investigación y Contrarreloj



El teléfono cortó el silencio de la madrugada como un disparo, arrancando a Donald Cragen de un sueño superficial lleno de callejones oscuros y rostros borrosos. Era el 17 de octubre de 1986, y el reloj de su mesita de noche marcaba las 3:42 de la mañana. A sus 44 años, Cragen, capitán de la unidad de homicidios del NYPD, estaba acostumbrado a las interrupciones nocturnas, pero el tono urgente en la voz del sargento O'Neil lo hizo levantarse de un salto, el corazón golpeándole el pecho antes de que las palabras tomaran forma.

"Capitán, es en la Octava Avenida," dijo O'Neil, su voz ronca cortada por la estática. "'La Guarida del Ángel', el restaurante argentino. El dueño está muerto, y es un maldito desastre. Pensé que querrías verlo tú mismo. Sé que lo conocías." Cragen sintió un frío que no venía del aire helado de su apartamento. Augusto Folstag. El hombre de manos fuertes y risa fácil, el tipo que le servía milanesas y charlaba sobre el clima como si fueran viejos amigos. "¿Qué tan malo?" preguntó, ya poniéndose los pantalones con una mano mientras sujetaba el teléfono con el hombro. "Sangre por todos lados," respondió O'Neil. "Y los chicos… no están aquí."

Cragen colgó sin despedirse, vistiéndose en la penumbra con movimientos automáticos. Su abrigo gris, aún húmedo por la lluvia del día anterior, olía a tabaco y asfalto mojado. Mientras conducía su Ford sedán hacia la Octava Avenida, las luces de neón se reflejaban en el parabrisas como manchas de pintura corrida, y su mente repasaba cada visita a "La Guarida del Ángel": el calor de las empanadas, la voz de Augusto desde el mostrador, los ojos grises de Gabriel trayendo agua con una seriedad que no encajaba con sus 12 años. Conocía a esa familia más de lo que conocía a muchos en esta ciudad, y la idea de que algo les hubiera pasado le dejaba un sabor amargo en la boca que no podía tragar.

Llegó a las 4:15 de la mañana. La Octava Avenida estaba viva con el parpadeo de las luces de tres patrullas y una ambulancia estacionada sin urgencia. Una cinta amarilla cortaba la entrada del restaurante, y un grupo de sombras —prostitutas con abrigos baratos, vagabundos con bolsas al hombro— se amontonaba en la acera, susurrando entre ellos como fantasmas curiosos. Cragen bajó del auto, mostrando su placa al uniformado en la puerta. "Capitán Cragen," gruñó, su voz cortante contra el viento frío que arrastraba hojas secas por la calle. El oficial, un novato de cara pálida y ojos nerviosos, asintió y lo dejó pasar.

El interior de "La Guarida del Ángel" era un espejismo inquietante. Las mesas de madera estaban alineadas en filas perfectas, los manteles de papel lisos y sin arrugas, las sillas colocadas como si esperaran a los clientes del desayuno. El aire aún llevaba un rastro de chimichurri y masa frita, un eco de la vida que solía llenar el lugar. Todo estaba limpio, demasiado limpio, como si alguien hubiera pasado horas fregando el comedor con una precisión casi obsesiva. Pero ese orden terminaba en la puerta de la cocina.

Cragen empujó la puerta batiente y el mundo cambió. La cocina era un matadero. El suelo de baldosas blancas estaba cubierto de charcos de sangre, algunos ya oscuros y pegajosos, otros todavía brillantes bajo la luz fluorescente que zumbaba como un insecto moribundo. Las paredes tenían salpicaduras que subían hasta el techo, formando arcos grotescos, y un cuchillo de carnicero yacía en un rincón, su hoja manchada de un rojo que se había secado en marrón. En el centro, Augusto Folstag estaba boca abajo, su camisa hecha jirones, el cuerpo rodeado de un lago carmesí que se extendía hacia los gabinetes de metal. Sus pantalones estaban bajados hasta los tobillos, una humillación que golpeó a Cragen como un puñetazo en el pecho.

"Jesucristo" murmuró, dando un paso adelante con cuidado de no pisar el charco. Se arrodilló junto al cuerpo, el olor metálico y dulzón de la sangre llenándole la nariz. Augusto había sido apuñalado múltiples veces —Cragen contó al menos quince heridas en la espalda y el pecho, algunas tan profundas que el cuchillo debió haber tocado hueso—. La brutalidad del ataque era visceral, un frenesí que iba más allá de la simple muerte. Esto era odio, o locura, o ambas cosas. El rostro de Augusto, girado hacia un lado, estaba congelado en una expresión de shock, sus ojos abiertos mirando un punto invisible en la pared.

"¿Dónde están los chicos?" preguntó Cragen en voz alta, poniéndose de pie y girándose hacia el sargento O'Neil, que lo había seguido en silencio. O'Neil, un hombre corpulento con ojeras que parecían tatuadas, negó con la cabeza. "No están aquí, capitán. Revisamos el restaurante, el callejón, el apartamento en la 40. Nada. Gabriel, Agustín, Jazmín —los tres desaparecieron." Cragen dio un paso atrás, el sonido de sus botas contra el suelo viscoso resonando como un eco hueco. "¿Nadie vio nada?" preguntó, su voz subiendo de tono por la frustración. O'Neil señaló hacia el comedor con el pulgar. "Los vecinos dicen que el lugar cerró a las once, como siempre. Nadie oyó gritos, ni peleas. Un vagabundo llamó al 911 hace una hora, dijo que vio sangre por la ventana trasera."

Cragen salió al comedor, buscando aire que no apestara a muerte. Miró las mesas ordenadas, los platos apilados en el mostrador, el letrero de "Closed" en la puerta. "¿Quién limpia un lugar así y deja un cuerpo destrozado atrás?" pensó en voz alta, su mente dando vueltas como un motor sobrecalentado. Esto no era un robo ni una pelea de bar que salió mal. Era un montaje, una escena preparada, y los niños eran el verdadero objetivo.

 

A las 4:30, la escena se llenó de movimiento. Los técnicos forenses llegaron con sus maletines negros, sus cámaras destellando como relámpagos en la penumbra, mientras recogían muestras con pinzas y guantes que crujían en el silencio. Cragen llamó a su equipo: el detective Mike Logan, un joven de 28 años con un temperamento explosivo y un instinto afilado, y el detective Max Greevey, un veterano de 45 años con la paciencia de un monje y la mirada de alguien que había visto demasiado. Los reunió en el callejón trasero, bajo una lluvia fina que empezaba a empaparles los abrigos. "Tenemos un homicidio y tres menores desaparecidos," dijo, su voz cortante contra el tamborileo del agua en los contenedores. "Augusto Folstag, el dueño, está muerto en la cocina. Apuñalado más de quince veces, con pantalones abajo, un maldito desastre. Sus hijos —Gabriel, 12; Agustín, 9; Jazmín, 6— no están aquí. Esto es personal, y tenemos poco tiempo."

Logan pateó una lata vacía contra la pared, el sonido metálico rebotando en el callejón. "¿Lo conocías?" preguntó, encendiendo un cigarrillo con manos temblorosas por el frío. Cragen asintió, la culpa apretándole el pecho como una garra. "Sí. Venía a comer aquí. Augusto era un buen tipo, trabajador. Sus chicos… Gabriel ayudaba en las mesas. No merecen esto." Greevey cruzó los brazos, mirando hacia el restaurante a través de la ventana trasera. "Pants down suena a algo sexual, o a humillación. ¿Pero tres niños desaparecidos? Esto no es un pervertido cualquiera. Alguien los quería, o querían borrar a la familia entera."

Cragen ordenó a los uniformados interrogar a los testigos en la calle. Los vagabundos y prostitutas que rondaban "La Guarida del Ángel" no eran solo clientes; eran guardianes del lugar, una comunidad improvisada que defendía el restaurante porque Augusto los trataba como personas, no como basura. Una prostituta llamada Rosie, con el pelo teñido de rojo y ojeras maquilladas, se acercó temblando bajo la lluvia. "Augusto no se metía con nadie," dijo, su voz quebrándose como vidrio. "Si alguien entraba a hacer lío, nosotros lo sacábamos. Nos daba comida, a mí y a mi pequeño. ¿Quién hace esto?" Cragen la miró a los ojos, su libreta empapándose en su mano. "Eso vamos a averiguar. ¿Viste algo anoche?" Rosie negó con la cabeza. "Cerraron a las once. Yo estaba en la esquina. Todo parecía normal."

Un vagabundo apodado "One-Eye," con un parche improvisado sobre el ojo izquierdo, fue quien llamó al 911. "Vi sangre por la ventana de atrás," dijo, señalando el callejón con una mano temblorosa. "Pensé que era un animal, pero olía mal. Demasiado mal." Cragen anotó cada palabra, el lápiz dejando marcas húmedas en el papel. "¿Alguien entrando o saliendo?" preguntó. One-Eye se rascó la barba gris. "No vi nada claro. Pero oí un auto, tal vez. Motor fuerte, como si arrancó rápido por la 39."

A las 5:00, Cragen envió a Logan y Greevey al apartamento de los Folstag en la calle 40, a dos cuadras del restaurante. El edificio era un bloque de cemento con escaleras que apestaban a orina y paredes marcadas con grafiti descolorido. El apartamento del tercer piso estaba intacto: las camas deshechas, un plato de empanadas frías en la mesa, un oso de peluche rosa en el suelo que debía ser de Jazmín. Pero no había sangre, ni signos de lucha, ni niños. "Se los llevaron del restaurante," dijo Greevey por radio, su voz tensa contra el crepitar de la estática. "O los sacaron de aquí antes y dejaron todo así para despistarnos."

 

A las 6:00, el sol apenas asomaba sobre Manhattan, tiñendo el cielo de un gris sucio que no prometía nada bueno. Cragen estaba de vuelta en la comisaría, en una sala que olía a café quemado y sudor rancio, frente a un tablero donde clavó una foto de Augusto sacada de un álbum del restaurante. A su lado, dibujos aproximados de Gabriel, Agustín y Jazmín basados en descripciones de los vecinos: Gabriel con su cresta negra y ojos grises, Agustín robusto como su padre, Jazmín pequeña con coletas deshechas. "Tenemos un homicidio brutal y tres niños desaparecidos," dijo a su equipo, su voz cortante como un bisturí. "Augusto Folstag fue apuñalado más de quince veces y no hace falta decir que tiene los pantalones bajados, en su propia cocina. El comedor estaba limpio como si lo hubiera fregado una sirvienta, pero la cocina era un matadero. Los chicos no están en el restaurante ni en su casa. Cada minuto cuenta."

Logan tamborileó los dedos sobre la mesa, impaciente. "¿Sospechosos? ¿Alguien con rencor contra Folstag?" Cragen negó con la cabeza, mirando la foto de Augusto como si pudiera hablarle. "No que yo supiera. Era un tipo recto. El restaurante era un refugio —vagabundos, prostitutas, hasta nosotros íbamos ahí. Nadie rompía las reglas." Greevey levantó una ceja, cruzando los brazos. "Reglas implícitas no detienen a un loco. ¿pantalones bajados y tres niños desaparecidos? Esto es más que un ajuste de cuentas."

Cragen se quedó en silencio, mirando el tablero mientras el café se enfriaba en su taza. Entonces, algo hizo clic en su mente, un pensamiento que había estado flotando bajo la superficie. Augusto llevaba seis años solo. María murió en 1980, cuando Jazmín nació, y en todas las veces que Cragen lo vio en el restaurante, nunca mencionó a otra mujer, nunca habló de citas ni romances. Era un hombre dedicado a sus hijos y su negocio, pero seis años era mucho tiempo. ¿Y si alguien había entrado en su vida, alguien que no conocían? Volvió a la escena en su cabeza: los pantalones bajados, la cocina como un altar de sangre, el comedor limpio como si alguien hubiera querido borrar su rastro. "¿Y si fue una mujer?" dijo en voz alta, girándose hacia Logan y Greevey.

Logan frunció el ceño, apagando su cigarrillo en un cenicero lleno. "¿Una mujer? ¿Por qué?" Cragen señaló el tablero con el lápiz. "Augusto estaba solo desde que María murió. Seis años. Me lo dijo una vez, hace un par de meses, tomando café después de cerrar. 'No tengo tiempo para mujeres, capitán,' dijo. 'Mis chicos y el restaurante son todo.' Pero seis años es mucho. ¿Y si conoció a alguien? ¿Alguien que no nos contó? Los pantalones bajados, la limpieza obsesiva… podría ser una mujer con un motivo personal." Greevey se rascó la barbilla, pensativo. "Tiene sentido. Una mujer podría haberlo sorprendido, bajarle la guardia. Pero ¿los niños? ¿Por qué llevárselos?"

"No lo sé," admitió Cragen, su voz tensa. "Pero es una pista. Volvemos al restaurante. Hablamos con los habituales. Si Augusto tenía a alguien, alguien lo vio."

 

A las 7:30, Cragen, Logan y Greevey estaban de vuelta en la Octava Avenida. La lluvia había parado, pero el aire estaba cargado de humedad y el olor a basura mojada. Los técnicos seguían trabajando dentro, y un grupo de clientes habituales se había reunido frente a la cinta amarilla, sus rostros marcados por la incredulidad y el miedo. Cragen los conocía de vista: las prostitutas que llevaban a sus hijos a comer, los vagabundos que protegían el lugar como si fuera un castillo. Si alguien sabía algo, estaba entre ellos.

Empezaron con Rosie, la prostituta de pelo rojo. Estaba apoyada contra un poste, fumando un cigarrillo con manos temblorosas. "Rosie," dijo Cragen, acercándose con calma. "¿Augusto alguna vez mencionó a una mujer? ¿Alguien nueva en su vida?" Ella lo miró, los ojos brillando con lágrimas que no caían. "No que yo sepa," respondió, su voz ronca. "Siempre estaba con los chicos o en la cocina. Pero… hace unas semanas, vi a una mujer hablando con él después de cerrar. Alta, cabello oscuro, abrigo largo. Pensé que era una cliente tardía. Augusto parecía nervioso, no como siempre."

Logan anotó rápido, el lápiz rasgando el papel. "¿Nervioso cómo?" preguntó. Rosie se encogió de hombros. "No sé. No sonreía. Le dijo algo bajo, y ella se fue rápido. No la vi más." Cragen intercambió una mirada con Greevey. "¿La reconocerías si la vieras otra vez?" Rosie asintió. "Tal vez. Tenía ojos raros, como vacíos."

Siguieron con "One-Eye," el vagabundo que llamó al 911. Estaba sentado en la acera, sosteniendo una botella envuelta en papel marrón. "One-Eye," dijo Cragen, agachándose a su nivel. "¿Viste a una mujer por aquí últimamente? ¿Alta, cabello oscuro, abrigo largo?" El hombre lo miró con su ojo bueno, entrecerrándolo. "Quizá. Hace unos días, vi a una así en el callejón. No entró, solo miró por la ventana. Luego se fue. Pensé que era una loca buscando comida." Cragen apretó la mandíbula. "¿Anoche?" One-Eye negó con la cabeza. "No la vi anoche. Solo el auto que oí."

A las 8:30, hablaron con Lila, otra prostituta que llevaba a su hijo de cuatro años a comer gratis. Estaba llorando en silencio, el niño aferrado a su pierna. "Augusto nos cuidaba," dijo entre sollozos. "¿Una mujer? No sé… pero hace un mes, lo vi discutir con alguien afuera. No oí bien, estaba lejos, pero era una voz de mujer. Él levantó las manos, como diciendo 'basta'. Después entró y cerró la puerta fuerte." Cragen anotó cada palabra, el pulso acelerándosele. "¿Cómo era ella?" Lila se limpió la nariz con la manga. "No la vi bien. Solo sé que Augusto estaba molesto."

 

A las 9:00, el equipo volvió a la comisaría, el tablero ahora lleno de notas: "Mujer alta, cabello oscuro, abrigo largo," "discusión hace un mes," "nervioso semanas atrás." Cragen se paró frente a él, el café frío en su mano. "Augusto conoció a alguien," dijo, más para sí mismo que para los demás. "Una mujer. Tal vez una amante, tal vez una amenaza. Lo apuñaló, lo humilló, y se llevó a los chicos. Pero ¿por qué? ¿Venganza? ¿Obsesión?" Logan se recostó en su silla, cruzando los brazos. "Si es una mujer, sabe cubrir sus huellas. El comedor limpio no es casualidad." Greevey asintió. "Y los niños son la clave. No los mató con él. Los quería vivos, al menos por ahora."

El forense llamó a las 9:30 con un reporte preliminar. "Muerte entre las 11:30 y la 1:00 de la madrugada," dijo por teléfono. "Quince puñaladas, profundas, con un cuchillo de hoja ancha. No hay heridas defensivas —lo tomaron por sorpresa. Y la sangre… hay más de un tipo en la escena." Cragen colgó, el corazón en la garganta. "¿De los niños?" pensó, pero no había cuerpos para confirmarlo. Ordenó a los técnicos acelerar el análisis de ADN, buscar huellas, fibras, cualquier cosa que los llevara a esa mujer.

A las 10:00, Cragen dio la orden: "Volvemos a la calle. Cada cliente, cada vecino, cada esquina. Si esa mujer existe, alguien la vio con Augusto. Y si los chicos están vivos, no tenemos tiempo que perder." En su mente, la imagen de Gabriel trayendo agua y la risa de Augusto llenaban el silencio, un recordatorio de que este caso no era solo trabajo —era personal.


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