Chapter 1: Capítulo 1: Sobrevivir
Las Landas de Etten eran un lugar inhóspito, un rincón olvidado de la Tierra Media donde el viento cortaba como cuchillos de hielo y el suelo se quebraba bajo los pies como si la tierra misma estuviera resentida. Era un terreno escabroso, lleno de colinas desnudas y pedregales afilados que desafiaban incluso a los Dúnedain, esos errantes de mirada aguda que recorrían Eriador con paso firme. Pero ahora, las Landas estaban infestadas. Trasgos de piel verdosa y ojos como brasas se arrastraban entre las sombras, trolls de las cavernas gruñían bajo el peso de sus pieles pétreas, y arañas de patas largas y cuerpos rojizos tejían trampas en los pocos árboles que aún se alzaban, retorcidos y secos como garras muertas. Para los enanos exiliados de Erebor, este lugar no era un hogar, sino un campo de batalla, un refugio forjado en la desesperación tras la llegada de Smaug, el dragón que les arrancó todo.
El campamento enano se alzaba en un claro entre dos colinas bajas, un puñado de tiendas de cuero curtido y estructuras toscas de madera y piedra. No era Erebor, con sus salones tallados en la roca viva y sus forjas ardientes, sino una sombra pálida de lo que habían sido. Estos enanos no eran los que habían encontrado acogida en las Colinas de Hierro, viviendo como invitados entre los suyos. Aquellos se quedaron, resignados a ser fantasmas en tierras ajenas, pero este grupo —unas trescientas almas endurecidas— se había hartado de la hospitalidad prestada. Querían algo propio, algo que pudieran reclamar con sus manos callosas y sus corazones llenos de orgullo herido. Así comenzaron su éxodo, un viaje que los llevó a través de montañas escarpadas y ríos traicioneros. Rechazaron los bosques frondosos de los elfos, los campos verdes de los hobbits, la compañía de cualquier pueblo que no entendiera su pérdida. Finalmente, llegaron a Eriador, al antiguo reino de Rhudaur, una tierra conquistada y dividida por el Rey Brujo de Angmar en tiempos oscuros. Las Landas de Etten, al sur de ese reino de hielo y al norte de Rivendel, la casa de Lord Elrond, les ofrecieron lo que buscaban: un lugar tan duro y cruel como sus propios espíritus.
El viento helado azotaba las tiendas esa mañana, ululando entre las colinas como un lamento eterno. Los enanos se movían con la rutina de quienes han aprendido a sobrevivir en la adversidad. Algunos afilaban hachas junto a fogatas chisporroteantes, el metal cantando bajo las piedras de amolar. Otros reparaban armaduras con martillos pequeños, el tintineo resonando en el aire gélido. Unos pocos vigilaban desde las crestas, sus capas grises ondeando como estandartes raídos contra el cielo plomizo. Habían pasado años desde que levantaron este campamento, y aunque no era mucho, era suyo. Entre ellos destacaba Tygran el Loco, un enano joven de apenas setenta años, cuya barba castaña, trenzada con anillos de hierro, aún no mostraba las canas de la vejez. Su apodo no era un misterio: en combate, era una tempestad, un torbellino de acero que cargaba al frente contra las hordas de trasgos sin importar las heridas, riendo entre el caos como si la muerte fuera un chiste que solo él entendía. Fuera de la batalla, sin embargo, era otra cosa: un enano simple, casi torpe, que hablaba con su cabra como si fuera su mejor amiga y le daba cabezazos afectuosos que hacían reír a los demás. Esa cabra, grande pero robusta, de cuernos retorcidos y mirada obstinada, era su montura y su sombra, siempre a su lado.
Tygran se había ganado su lugar en el campamento con sudor y sangre. Cazaba ciervos y jabalíes en las colinas, sus botas pisando senderos que nadie más se atrevía a seguir. Advertía de patrullas enemigas con un grito ronco que resonaba como un cuerno de guerra, y regresaba con trofeos que pocos podían igualar: cabezas de trolls de las cavernas, con sus rostros deformes aun gruñendo en muerte, o de los temidos trolls de las montañas, cuyos cráneos necesitaban dos enanos para cargarlos. Pero ese mediodía, todo su coraje y experiencia serían puestos a prueba.
El ataque llegó sin previo aviso. El campamento entero se alzó en armas cuando el suelo tembló bajo el peso de cientos de pasos. Hachas, lanzas, espadas, mazas, luceros del alba —cualquier cosa que pudieran empuñar— fueron tomadas con manos firmes. Habían enfrentado patrullas de trasgos antes, escaramuzas rápidas que terminaban con unas pocas cabezas rodando por el polvo. Pero esta vez era diferente. Días atrás, una nube de murciélagos gigantes había sobrevolado las Landas, sus alas oscureciendo el sol, y los enanos supieron que algo se avecinaba. Ahora, ese algo había llegado.
Desde los árboles escasos y las grietas de las colinas, una horda de trasgos emergió como una marea verde. Eran cientos: guerreros con cuchillas oxidadas, arqueros con arcos toscos, y tras ellos, las bestias más temidas. Los semitrolls, criaturas grotescas de piel verdosa, avanzaban con lanzas pesadas y armaduras hechas de placas mal unidas que cubrían sus cuerpos y cabezas. Arañas pequeñas, de cuerpos rojizos y marrones, corrían entre ellos, sus patas chasqueando contra la piedra como un tambor de guerra. Los enanos respondieron con la precisión de quienes han luchado toda su vida.
Los guardianes enanos, con barbas amarillas teñidas por años de polvo y sangre, formaron la primera línea. Sus armaduras rojizas relucían bajo el sol opaco, y sus cascos, que dejaban solo los ojos y la boca al descubierto, les daban un aire feroz. Portaban escudos tan altos como ellos mismos y hachas enormes, forjadas para partir rocas y enemigos por igual. Su carga era imparable, una avalancha de acero que hacía temblar la tierra, una habilidad que incluso los jinetes de arañas envidiaban. Detrás, la falange enana, vestidos con armaduras verdes y escudos octogonales rojizos, alzaban lanzas largas que ensartaban a las arañas antes de que llegaran a las líneas. Sus barbas castañas ondeaban al viento, cubriendo rostros curtidos por el frío. Los lanzadores de hachas, ancianos de barbas blancas que les llegaban al estómago, vestían armaduras rojizas y blancas. Sus manos temblorosas por la edad no fallaban al lanzar hachas que se clavaban en el pecho de un trasgo, el cráneo de un troll o los ojos de una araña.
El resto eran enanos comunes, sin entrenamiento especial, pero con el coraje de quienes saben que rendirse no es una opción. Tygran, montado en su cabra, era una excepción. No necesitaba formación ni títulos; su talento era natural, una furia innata que lo hacía brillar entre los suyos.
La batalla estalló con un rugido. Las arañas fueron las primeras en caer, ensartadas por las lanzas enanas como insectos en un pincho. Los lanzadores de hachas apuntaron a los semitrolls, derribándolos con hachas que silbaban en el aire antes de que rompieran las formaciones. Entonces, un balido cortó el aire. Tygran el Loco cargó al frente, su cabra galopando entre los enemigos. Su casco de hierro con máscara, su armadura negra y azulada —heredada de su padre, muerto años atrás por un troll de la montaña—, y su escudo con forma de rostro enano lo hacían parecer un guerrero de leyenda. Con un golpe, cercenó la cabeza de un semitroll; con otro, aplastó el cráneo de una araña con su escudo. Su hacha danzaba, abriendo pechos y derramando sangre negra que salpicaba el suelo y su barba.
"¡Maten al enano! ¡Sin él no son nada!" gritó un trasgo arquero, de pie en una roca, liderando el ataque. Docenas de flechas volaron hacia Tygran, pero su armadura, forjada en las Colinas de Hierro, resistió, y su escudo bloqueó el resto. "¡Las flechas no sirven! ¿Qué hacemos?" chilló un trasgo, solo para caer con un hacha perdida clavada en la frente. El líder trasgo, furioso, señaló a los jinetes de arañas: trasgos verdes con ojos amarillos, vestidos con taparrabos y armados con lanzas y arcos, montados en arañas negras gigantes. Sin dudar, Tygran giró hacia ellos, partiendo al primer jinete por la mitad y tajando la cabeza de su montura con un grito de desafío.
Los enanos recuperaban terreno lentamente, sus líneas avanzando metro a metro. Pero un rugido profundo detuvo todo. Los árboles cayeron como si fueran ramas secas, y diez trolls de las cavernas emergieron, sus manos gigantes blandiendo rocas y troncos arrancados. Los guardianes reemplazaron a los lanceros, mientras los lanzadores de hachas apoyaban desde atrás. Tygran seguía luchando contra los jinetes de arañas, que retrocedían ante su furia. Los trolls lanzaban cuerpos —enanos, trasgos, incluso un semitroll despistado— como si fueran juguetes, pero las lanzas y hachas los fueron derribando. Solo cuatro quedaron en pie, rugiendo entre el caos.
Tygran estaba rodeado, pero no cedía. Su cabra embestía con sus cuernos, destrozando trasgos con una fuerza que desmentía su tamaño. "¡Maten al sucio enano, escoria patética!" gritó el arquero trasgo, pero nadie podía tocarlo. Era ágil, experimentado, un torbellino que parecía anticipar cada movimiento. Los minutos pasaron como horas, y los trolls cayeron bajo el peso de las armas enanas. Los jinetes de arañas retrocedieron a la retaguardia, recurriendo a flechas envenenadas que silbaban en el aire.
"¡Arránquenles la cabeza!" rugió un guardián, decapitando a un trasgo con un golpe seco. La sangre negra salpicó su barba, y gruñó: "¡Malditos trasgos, están arruinando mi barba!" Los enanos se unieron a Tygran, empujando a los enemigos hacia atrás. Pero entonces, un cuerno de guerra resonó, grave y ominoso. El suelo tembló, y los pocos árboles altos se derrumbaron. Una sombra colosal emergió de las colinas: un gigante de la montaña, de piel anaranjada y labios amarillos pálidos, con un taparrabos de cuero y una hombrera toscamente forjada en el hombro izquierdo.
"¡Gigante de la montaña!" gritó un enano, su voz temblando antes de endurecerse. "¡No hay escapatoria, hay que morir luchando!" exclamó un lancero, clavando su arma en la cabeza de un semitroll. El gigante alzó una roca del tamaño de una carreta y la lanzó con un rugido. Voló por el campo y aplastó a los lanzadores de hachas, sus armaduras rojizas y blancas crujiendo bajo el peso, apenas conteniendo sus cuerpos destrozados.
"Vete de aquí, solo morirás aplastada," dijo Tygran a su cabra, dándole un cabezazo suave. La bestia baló, reticente, pero corrió hacia las colinas, mirando atrás con ojos ansiosos. Tygran suspiró, su barba castaña ondeando al viento. Alzó su hacha y mantuvo su escudo a medio levantar, protegiéndose de las flechas mientras avanzaba. Sin miedo, cortó trasgos como si fueran leña, golpeándolos con su escudo y abriendo cuerpos hasta que la sangre negra brotaba como un río. Los enanos, al verlo, supieron que había aceptado su destino, un guerrero dispuesto a morir como hijo de Erebor.
"¡Baruk Khazâd! Khazâd ai-baruk!" rugió Tygran, su voz resonando sobre el fragor de la batalla. Con un vigor renovado, los enanos cargaron junto a su líder implícito, un torbellino de acero y furia. La batalla se volvió un caos indistinto, un choque de sangre y voluntad donde los gritos de los trasgos se mezclaban con los rugidos de los enanos. Pero cuando el polvo se asentó y el viento helado barrió las Landas, el campamento quedó en silencio.
El sol emergió lentamente, disipando la penumbra que envolvía las Landas de Etten. El frío y el viento retrocedieron ante su luz, como si el astro fuera un enemigo natural de esas tierras gélidas. Pero el olor a sangre —enana y trasgo por igual— inundó el aire, un hedor acre que se pegaba a la garganta. El cadáver del gigante de la montaña yacía como un titán caído, su cuerpo inmenso había derribado docenas de árboles y aplastado a incontables semitrolls en su descenso. Las cabezas de los trolls de las cavernas, cercenadas con cortes precisos o hachazos brutales, rodaban por el suelo, asegurando que nunca se levantaran. Los trasgos se contaban por centenares, sus cuerpos amontonados en charcos de sangre negra. Los enanos, que apenas llegaban a trescientos, habían sido aniquilados, su campamento reducido a escombros y cuerpos rotos.
A lo lejos, el sonido de pezuñas rompió el silencio sepulcral. La cabra de Tygran, del tamaño de un enano, con cuernos curvos que se alzaban como guadañas, trepó por los montones de cadáveres. Algunos trasgos sobrevivientes, heridos y jadeantes, intentaron arrastrarse, pero la cabra los aplastó con sus pezuñas delanteras, quebrando cráneos con una furia silenciosa. Entonces lo vio: su jinete, su único amigo, yacía inmóvil sobre el cadáver del gigante de la montaña. El hacha de Tygran había abierto el cráneo de la bestia, revelando hueso astillado y sangre que aún goteaba en un flujo oscuro.
El rostro de Tygran miraba al cielo, sus ojos abiertos, pero sin vida, su respiración ausente. La cabra, con un balido tembloroso, se acercó, olfateándolo con cautela. Pensando que dormía, lo golpeó con sus cuernos, un gesto que habían compartido mil veces. El cuerpo del enano cayó del gigante, rodando al suelo con un thud sordo. La cabra insistió, embistiéndolo de nuevo, y un gemido débil escapó de la garganta del jinete.
"¡Aghh, maldita sea!" gruñó una voz, más aguda de lo que Tygran solía sonar. Otro golpe de la cabra lo hizo levantarse de un salto, tambaleándose. "¡Maldita cabra!" exclamó, y con una naturalidad instintiva, golpeó su cabeza contra la de la bestia en un saludo torpe. La cabra baló, satisfecha, mientras el enano negaba con la cabeza, confundido.
Abrió los ojos de par en par, sus manos temblando mientras miraba alrededor. "¿Dónde diablos estoy?" murmuró, su voz cargada de desconcierto. El campo de batalla se extendía ante él: cuerpos destrozados, sangre negra y roja mezclándose en la tierra, el gigante muerto como un monumento al caos. Se miró a sí mismo: manos callosas, una barba castaña trenzada con anillos de hierro, una armadura negra y azulada que no reconocía. Era bajo, robusto, un enano. Tygran había muerto en esa batalla, su vida segada entre el acero y la furia. Pero ahora, alguien más habitaba su cuerpo. Ethan, un joven de otro mundo, había tomado su lugar en la Tierra Media.