Chapter 9: CAPÍTULO 5
Estaba a punto de proyectarse la aurora. El cielo despejado iluminaba un campo lleno de piedras entintadas. Tendidos, yacían nuestros hombres, los que fueron devorados por el cansancio, por la espada y el hambre. Fueron cientos. Creo que fueron muchos más de los que podíamos contar. Hace dos días que se habían acabado nuestras últimas provisiones. El agua, los alimentos y las armas se habían esfumado haciéndonos combatientes desamparados que solo esperaban su destino final. Los estrategas de Jungkook acordaron que en la noche un grupo se acercaría por un flanco enemigo y tomar sus armas, solo así, podríamos seguir alargando nuestras expectativas en el tablero del juego.
Alguien que vino del campamento, en cambio, nos informó que aún se conservaban granos a falta de hombres y armas. Su situación era similar. Me causaba verdadera lástima el ver a caballos moribundos entregar su último coceo bravío entre pajonales e hilos de sangre. Una sombra terrible comenzaba a acercharnos con fuerza y el miedo cundía como una plaga que desmoralizaba. El ejército real apresó a varios de los nuestros y otros, con suerte, huyeron despavoridos para ocultarse en la grandeza del bosque que extendía sus raíces cerca del olor putrefacto de los excombatientes. Así, debieron transcurrir más de diez días…
Él cabeceaba a mi lado, abandonada su espada a lo lejos. Sus labios resecos, al igual que los míos, musitaban cosas sin sentido en medio del sueño. Puse con cuidado sigiloso su cabeza sobre mi hombro y susurré palabras de aliento, deseando que se convirtieran en plegarias para su Dios. Sobre la raíz de un árbol descansábamos y tomábamos aliento, tal vez, para el último combate.
—¿Todavía rezas a ese Dios a pesar de todo?
Arrodillado y con manos juntas recitaba pequeñas oraciones a un hombre colgado de un madero y de brazos abiertos. Cerró sus ojos y su ceño se contrajo.
—Es increíble. Nunca te escucha y tú sigues creyendo en Él.
Todas las noches en la cantera, dentro de su celda fría y empolvada hacía su ejercicio espiritual. Aquella vez, al terminar de dirigirse a ese Dios supremo abrió sus ojos y con rostro apacible me dijo:
—¿Sabes por qué sigues viniendo a pesar de que si alguien se enterara podrían haber consecuencias devastadoras?
Me encogí de hombros. Creí que había adivinado los pequeños atisbos que encendía al estar cerca de él. Además, ¿cómo iba a responder una pregunta que podía contestarse de diversas maneras?
Tomó su pequeña cruz, que era del tamaño de una mano extendida, y la enterró en el polvo, en el polvo del rincón de su celda. En el palacio era un delito adorar otros dioses fuera de nuestros dioses, los dioses del Olimpo.
—¿Puedes responder esa pregunta? —insistió.
—¿Cómo lo haría?
—Fue Él... Él te envió para que yo pudiera mitigar todo esto y para que resurgiera en mí una nueva esperanza.
En el campamento seguía rezando, sin embargo, no todos compartían su fe. Jungkook nunca los obligaría, conociendo sus principios, solo decía que creer era cuestión de amor. Pocas veces estuve a su lado cuando encendía velas y colocaba su madero en el piso para adorarlo, más en aquel momento, se volvió una necesidad imperiosa.
Las sombras proporcionadas por las hojas revelaban claroscuros que descansaban sobre nosotros. La brisa del amanecer refrescaba el rostro y apagaba en mí un fuego desesperante. Entonces, vi un crucifijo sobresaliendo por la apertura del cuello de su camisola y lo tomé. Lo apreté en mi mano. Quería sentirme segura como él decía que se sentía.
Agazapada en los matorrales me sentí perdida y olvidada. Se apoderó de mí un pensamiento contradictorio, añoré un momento de zozobra a su lado aunque merezca por toda la eternidad un calvario de dolor. Él dormía y nadie lo separaría de mí. Si el mundo se alzaba contra nosotros, yo podría alzar su espada para unirnos. Nos perderíamos en lo etéreo pero juntos, los dos. Su respiración alimentaba mis memorias, alimentaba mi ser, alimentaba mi deseo cobarde de acabar con esto. No importaba si los rayos de la eternidad nunca llegaban a toparnos y la oscuridad nos devoraba para siempre, al menos, la más pequeña molécula que se extinguiría con mi ser transportaría recuerdos, a lo mejor, posándose en la boca enamorada de alguien melancólico viviría con su amada momentos que nosotros no pudimos arrancarle al tiempo.
De repente, nos sacudió el terror. Las sombras por todos lados parecían tambalearse al ritmo de los cascos sonoros que se acercaban. Él abrió los ojos de inmediato. Su semblante somnoliento me interrogó como si ignorara lo que estaba a punto de suceder. De seguro, sus hombres que dormían a metros de nosotros también se habrían alertado.
Pisadas pesadas de botas...
Quiso erguirse pero una voz lo detuvo.
—Sé que te escondes por aquí. —Se escuchó una risotada—, le prometí al Rey que te llevaría con él. Y esta vez le daré el gusto de llevarte encadenado como a un animal, así todos se convencerán de que eres un criminal. —Los perros ladraban—. ¡Sal¡ ¡Deja de esconderte! ¡Sal!
Él apretó su mano con la mía. Teníamos que separarnos. Su resolución era que debía alejarme en dirección al camino Valtor, una de las principales vías que permitía el comercio y la conexión con grandes ciudades, él cinco días después me buscaría.
—No pierdas los pinos. Antes de que el camino se divida, encontrarás una mujer viuda con dos hijos, dile que vas de mi parte, ella te cuidará hasta que yo vaya.
—¿Y tú?
—Tranquila. Iré pronto.
Acarició mis manos y se las llevó a sus labios. Aquella voz estruendosa se detuvo en un eco prolongado mientras angustiosamente nos mirábamos. Mis ojos se humedecieron y extendí mis brazos sobre su cuello como una niña extraviada que necesita consuelo.
—Debes ir —dijo finalmente.
—¡Maldito! ¡¿Dónde estás?!
Empecé a arrastrarme por los pajonales y la tierra arenosa que se entreveraba a mi paso. La hierba se había apropiado tanto del paisaje que alcanzaba alturas de casi un metro y eso me ayudaba a ocultarme mejor. Me movilizaba con esfuerzo porque mi cuerpo adolorido se negaba a cooperar, pues el no haber descansado lo suficiente ni tener un momento de sosiego había hecho estragos en mí. Tal vez, cuando el sol llegara al cenit alcanzaría Valtor. Un camino pedregoso en algunos tramos, ese era una señal importante para no deslindarme de él. «¿Y si él no volvía?», ese pensamiento inquietaba mi cabeza y aumentaba mi malestar. Me detuve y agudicé el oído.
—Señor, encontramos a este.
Estallido sordo.
—¿Dónde está ese maldito? ¡Responde!
—No sé —. Era una voz cansada y quebrada.
—Te quemaré vivo si te niegas a decírmelo. ¿Dónde se esconde ese miserable? ¡Dilo!
El cielo oscuro se teñía con halos de luminosidad. Las nubes se hacían más visibles.
—¿No quieres hablar? —silencio—. Cuando llegues al palacio todos temerán la horrible muerte que se merecen. Podría tener compasión si me...
—No, eso sería traición —lo interrumpió.
—¿Quieres hablar de eso? ¿No fuiste tú el que nos dio parte de su ubicación? —. Una gran carcajada.
—No puedo…
Varios crujidos secos.
—¡Átenlo bien! Mañana a primera hora veré su carne arder.
Me estremecí. Me encaminé hacia el lugar que había dejado atrás hace poco. Escuchaba pasos, cascos, filos de espadas. Mis brazos y piernas se desesperaban por volver pero Jungkook se había deslizado con cautela hacia un tronco leñoso derribado. Este lo cubría perfectamente, haciéndolo casi imperceptible para la vista. A pocos pasos de él me puse en cuclillas. Él movió su cabeza en señal de que desistiera. Yo continué.
—¡Busquen por los alrededores!, no vamos a descansar hasta encontrarlo.
Un aliento entrecortado se hundía a mis espaldas. Estaban los uniformados muy cerca. Lancé una piedra hacia el lado equivocado.
—¡Por acá! ¡Escuché algo! —una voz gritó.
Mis brazos y piernas se apresuraron, deseaban llegar hacia él. Jungkook me miraba inmóvil con las manos sobre la tierra arenosa y con sus rodillas pegadas al torso.
—¡Sigan buscando! ¡Encuentren a ese maldito!
Él sujetó mis hombros como un hombre desesperado. Me sacudió con vehemencia.
—¿Por qué sigues haciendo las cosas sin pensar? —musitó en voz baja.
Me abrazó y se aferró a mí. Sus manos estaban frías por la heladez de la noche, sin embargo, su espalda conservaba alguna tibieza.
—Te amo —dije entre sollozos.
—Yo también te amo pero no debo perderte —dijo con tristeza acariciando mis mejillas.
El sol dejaba permear sus débiles rayos entre las nubes.
Pisadas sobre la hojarasca hacían crujir ramas secas y a lo mejor hasta un saltamontes. Él cubrió mi boca con su mano. Encogida y con nuestra única compañera la desilusión, cerré mis párpados con violencia, apreté mis manos y mandíbula...
Voces de asombro…
☆ ☆ ☆
Vestía un traje militar rojo y en este se veían varias insignias de un hombre nacido para la guerra y por lo tanto, que nunca conoció la tregua. Conmocionada, apoyaba mis manos sobre el mueble rojo lleno de arabescos. Su mirada horrorizada escrutaba cada detalle de mí. Sujetó mis manos igual que si estuviera en frente de una enferma.
—¿Estás bien? Responde, por favor —sus sílabas eran cadenciosas— parece que estás a punto de languidecer.
Su timbre me era detestable. Su frente descubierta en la que asomaban cabellos lacios y negros, su bigote acomodado a la realeza y sus gestos disimulados hacían contener en mí sentimientos de desprecio. Él me irritaba porque sabía que aquella sinceridad ingenua que pareció lograrme conquistar, al inicio, era una mascarada.
En tanto, él parecía asombrado por mi apariencia. Las emociones de la guerra tan abruptas ni siquiera me habían dado espacio para cambiar mi atuendo desde la vez que había cruzado el desierto para traer noticias. Con detenimiento posaba su atención en las manchas de sangre impresas en el pantalón maltrecho, en mi camisa de mangas largas sucia por los bordes y en mi cabellera descuidada, atada en una coleta.
—Te busqué por todos los rincones del reino. No sabes cuanto me angustié, no podía dormir pensando en tí. Tu padre no se equivocó, ellos te llevaron aquella vez del incendio. Debiste sufrir mucho. Pobrecita.
Intentó abrazarme al estar justo a mi lado.
—No me toques.
Adentro, en el carruaje se hicieron más visibles los primeros rayos del día. Tiritaba. Él me ofreció su abrigo negro dejado en el otro mueble de arabescos. Escuché varias voces a lo lejos. El paje, con su traje negro y con la fusta en la mano, se dijo para sí mismo:
—Por fin atraparon a ese hombre.
Salí del carro a pesar de que me lo impedía el duque con sus brazos. Corrí. Como el abrigo me sofocaba, me deshice de él, por lo que, resbaló de mis hombros hacia el piso. Me parece que Boris lo recogió aturdido.
—¿Creíste que ibas a escapar? ¡Qué imbécil!
Dos hombres de rojo, que ceñían sendas espadas, lo sujetaban por la espalda, colocando sus manos detrás de esta. Tenía un rostro desencajado pero imponente.
—¿Jungkook? —pregunté como sonámbula en voz baja.
—Cuando sepan que mantuviste a la princesa cautiva solo te quedará escuchar tu sentencia de muerte. ¡Y qué mejor! Así eliminaremos la basura del reino.
Ambos soldados se rieron. El duque saliendo tras de mí se acercó al prisionero y en un ataque de ira lo agarró por los bordes de su camisola y le propinó un golpe en las facciones del rostro.
—Dime, ¿qué le has hecho? ¡Maldito!
Observaba estupefacta. No podía moverme. Estaba trémula de emociones. Ambos hombres lo sujetaron con más fuerza.
—¡Cobarde! Esa fue tu manera de vengarte del Rey pero yo haré que las pagues todas —le gritó Boris amenazante.
Escuché mis pasos.
—No le temo a nada —dijo él articulando cada palabra que salía de su boca.
El capitán ordenó que lo llevaran detrás de la carroza principal al igual que los demás prisioneros. Él también avanzaría por su cuenta, caminando con sus propias piernas, y, a pesar de las largas distancias, tendría que llegar al castillo.
—Es inocente —dije tomando el brazo del duque—. Créeme, es una buena persona.
El hombre de uniforme rojo se mostró impávido. Puso su mano sobre mis cabellos y besó mi frente.
—Tranquila. Ya no volverá ese monstruo a hacerte más daño. No volverá.
☆ ☆ ☆
En dos días estuvimos en el campamento. El ejército rojo con las escasas armas y los pocos caballos de los que disponían, se movilizó por la ruta del desierto de Caligo para reunirse con un grupo de sus hombres que custodiaban a los nuevos prisioneros. Dispusieron juntar ambas filas de cautivos, perteneciendo la una a los capturados en los llanos que se extienden más allá del desierto y la otra a los tomados en las riberas del Torvano. Fue así, como los ubicaron en una fila larga, con las manos atadas a la espalda y arrodillados.
Descansamos ahí un día. Durante ese tiempo, las bestias y los hombres nos alimentábamos y refrescábamos en la vera del río. En más de una ocasión, quise acercarme a Jungkook, más el duque me lo prohibió. Borus vigilaba incesantemente cada paso que daba, demostrando su intensa preocupación por mí.
—Al menos dale algo de agua —. Me levanté de la fogata para poder encontrar su rostro en la penumbra.
—¿Por qué haría eso?
—Es lo menos que puedes hacer por un hombre como él.
Al amanecer partimos. Recuerdo con mucha claridad que Jin y Taehyung no estaban entre los vencidos. Lo más seguro es que debieron escabullirse.
—¿Encontraron más hombres? —preguntó Boris a sus subordinados antes de dar la orden de regresar al corazón de Valtoria.
—No señor. Solo nos topamos con dos mercaderes que llevaban varias jaulas llenas de palomas muertas.